Sección 0.1

Cuando Lothar Collatz propuso lo que más tarde se conocería como su famosa conjetura, no lo hizo como quien lanza una pregunta sin más. Lo hizo sumergido en un ambiente fértil de ideas, en una Alemania de entreguerras donde las matemáticas estaban en plena transformación.

Su mundo no era el de los grandes teoremas conclusos, sino el de las estructuras aún por imaginar.
Collatz trabajaba en problemas de análisis numérico y teoría de grafos, con especial interés en cómo representar funciones aritméticas mediante estructuras visuales, como los grafos dirigidos. Fue en ese contexto de exploración estructural donde surgió la regla que hoy nos obsesiona: si el número es par, divídelo por 2; si es impar, multiplícalo por 3 y súmale 1.

Buscaba entender cómo ciertas transformaciones aritméticas se comportaban al repetirse indefinidamente. El problema nació como un experimento con trayectorias numéricas, inspirado por el lenguaje de los grafos y la dinámica discreta. Collatz, como muchos matemáticos de su tiempo, creía que detrás de una secuencia había una geometría, y detrás de una geometría, quizás, una verdad profunda.

Pero la verdad no llegó. Lo que llegó fue una pregunta sin respuesta. Una pregunta que parecía simple, casi infantil, pero que resistía todo análisis riguroso. Desde entonces, generaciones de matemáticos han seguido esa pista, como si cada número fuese un viajero que, al aplicar la regla de Collatz, intenta encontrar su camino de regreso al 1.

La conjetura de Collatz no nació como un misterio. Se volvió uno.